El siguiente desafío era crear un rostro humano. En el mercado no había tonos de piel disponibles y, sumado a la pandemia, ni siquiera había stock. Así que mi cocina se convirtió en mi laboratorio de experimentación. Utilicé la olla para extraer pigmentos naturales y comencé a teñir de manera artesanal, usando té, café, alcachofas, eucalipto, cúrcuma, mate, pasto, flores, canela, frambuesas, cebollas, paltas y un sinfín de otros ingredientes. Experimenté secando al sol y a la sombra hasta obtener mi primera paleta de colores de piel. Estaba lista y esperando la inspiración.
Un día, mientras revisaba Netflix, me sugirieron la serie “Street Food Asia” y allí apareció mi musa, “Mbah Satinem”, una mujer que vendía postres en una esquina de la calle. Mbah Satinem era un verdadero tesoro; su piel quemada por el sol, sus arrugas, su cuerpo deformado por el paso del tiempo y sus manos de esfuerzo mostraban su felicidad al cocinar y vender su comida. Ella encarnaba la idea de que en la imperfección se encuentra la sublime perfección.
Quería mostrar al mundo ese sentimiento de plenitud, ese instante en el que te das cuenta de que eres feliz y tu cuerpo lo siente. Ese segundo lo inmortalicé en “Tesoro callejero”. No solo capturé su rostro, sino también sus manos, las más bellas del mundo, y su actitud frente a la vida mientras ofrecía su “tesoro” culinario.
Este proyecto marcó el inicio de mi pasión por lo sublime y etéreo de los estados de ánimo, las sensaciones y las emociones, y cómo se encarnan en el cuerpo. “Tesoro callejero” fue el primer esbozo de lo que se convertiría en mi pasión por el lenguaje ancestral del arte textil.